He contado de par en par las horas más felices de este lado del hemisferio, y siento que he recuperado parte del tiempo que di por perdido. Han sido innumerables las veces que he viajado recostado sobre un ventanal, hacia lugares gratos y desagradables. En algunas oportunidades, ha sido por cuenta mía, y en otras, por obligación. Dadas las condiciones, a donde siempre retornaba, nunca era mi hogar. Siempre fui un forastero. 

Pero esta vez solo he querido recapitular sobre aquellos terruños que me han acogido con alegría, y gran parte de mi ha decidido marcar un único punto a donde siempre quiero llegar, a donde siempre quiero quedarme. He mandado mudarme con todo lo que queda de mí, hacia la colina más alta, donde no se desprenden territorios y quedas confinado a una cumbre de hermosas nubes blancas, y mueres abrazado siempre al ventanal.

¿Acaso uno no sueña siempre con morir, y llegar al cielo?, yo quise estarlo en vida y saborear la lluvia desde la fuente misma. Pegar la lengua en una nube negra y amamantar como una liebre en libertad. He pensado repartir fragmentos míos en el cuerpo de mis enemigos, sembrarme un puerto como seña y visitarlos tal vez en un futuro no muy lejano.

No he querido perturbar a nadie, más que a mis recuerdos, y recostado a mil pies sobre la tierra mi brújula siempre me llevó al norte, a las faldas de aquella colina de la que nadie desearía bajarse jamás. Las horas más felices las he pasado allá, a medio mundo arriba, contemplando a un bipolar sol, y conversando con ese que no soy yo pegado en los vidrios. Porque yo llevo el corazón humedecido de lactosa celestial, y ese que esta frente a mí, aún no se ha desprendido de sus culpas, es una liebre que no ha renunciado al cautiverio, y no cabe dentro de los limites de esta habitación que he reservado para los dos...