Sin duda, ese fue el peor día del año. Las cuentas iban de menos a más, las cosas no andaban bien con la universidad, y como era de esperarse, se iba desperdiciando gran parte de ese valioso tiempo en un escritorio poco honesto. Era impensable que entre todo ese laberinto de problemas, hallaría un rincón donde esconder por un momento la tragedia.  

Sin embargo, en casa todavía estaba calmo, se respiraba tranquilidad y la habitación era un pequeño oasis. De pronto, en un par de minutos, todo estaba de cabeza. Adán llegaba a alterar todo, dando gritos, brincando sobre mí, en el afán de impregnarme su energía. Me besa, me abraza, tratando de confundir mi mente, y concentrarme en nadie más que él.

Se ríe, es un pequeño bufón, sonríe y me mira, y vuelve a colgarse y pasearse sobre mí. Lanza un par de golpes, que no alcanzo a esquivar, y por más que intento no hay forma de zafarse. Entonces me uno a su fiesta, y por unos segundos olvido que estoy jodidamente triste, y le beso como nunca, suavecito, como para apaciguar el pleito, le digo, te quiero, pero ya es tarde, tengo media almohada impregnada en la frente. La lucha continua, y yo ya estoy más que exhausto, y como si fuera el último suspiro, me tumbó sobre el sofá y me doy por vencido.

He pensado mucho en que el tiempo está muy acelerado, casi tanto como el corazón del pequeño Adán. Nunca le den mucho azúcar a un niño, menos por las noches. No dormirán. Lo olvide, y ahora él no para de correr, y yo sólo quiero subirme en un par de tortugas y ver cómo me voy desgastando con el tiempo. No quiero vivir a cien por hora, quiero sentarme y observar el mundo desde la comodidad de esa carcasa dura, sin prisa, despacito, como si tuviera muchas vidas, y durante todas esas vidas pudiese disfrutar de mi pequeño bufón prolongándome sonrisas.