Viajar en madrugada, entre la niebla y sin norte más que el ruido perturbador de los ramales, es un desafío innecesario contra la vida. Sin embargo, durante todos estos años, no hemos hecho nada más que confiar en que aún no es nuestro momento. Aprendimos a adaptarnos a tan insensata forma de acercarnos al peligro, y navegarlo con alegría y extrañeza, y hasta hoy todo ha salido relativamente bien.

Se ha convertido todo en un círculo bipolar, que nos ha regalado los viajes mas placenteros a lado de ella, a lado de ellos. El rio tranquilo ha abandonado sus riberas, y ha dejado temporalmente un arenal envidiable, casi como una playa con su pequeño mar. Y es verano aquí, y la rueda traza una hermosa perpendicular. Hoy es un día feliz.

Esa mañana emprendimos una ligera caminata. Todos ríen, y entre las voces, solo la escucho a ella, y ella también trata de escucharme. Y nos cuidamos, paso a paso, tramo a tramo, como si fuéramos a perdernos. Pero el camino es uno, y vamos recorriéndolo haciéndonos invisibles en cada codo, desapareciendo de tanto en tanto.

Subimos la última loma, con la esperanza de encontrar un buen lugar para el reposo y cuando al fin llegamos, nos derrumbamos hacia el arenal para descansar el alma. Es el paraíso que todo el mundo quiere, y yo estuve ahí, y todos en algún momento estuvimos ahí. La rueda aún no arruina su perpendicular.

Estamos lejos de casa, nos servimos la comida al ras del pastizal y sorbemos con recelo el poco de agua que nadie quiso cargar. Nadie aquí es mejor que otro. Somos caminantes, somos forasteros. Poco a poco va pasando el día, y el viento se hace frio y ya casi es hora de volver. Navegamos a contracorriente, y no todo es malo, hoy el tiempo estuvo a nuestro favor y ella ríe como nunca, como si todo fuera bueno, y nos guardamos el adiós.